He perdido siete aviones para despedirme de ti en el aeropuerto. He jugado con los barcos a tocado y hundido para acabar quemándome las manos porque nunca me diste la tuya con la solidez que necesitaba.
Me he desintegrado con ácido las fibras capilares intentando quemar la parte de mi encéfalo en la que te anclaste. He vuelto a escuchar las canciones que me gustaban gracias a que, sin quererlo, me devolvieras tan rápido la vida, aunque de la misma y lenta forma me la hayas quitado.
También me he quedado con lo bueno de los malos tragos que te hice pasar por mi forma de ser, complicada, y reconozco que probablemente ese sea el motivo por el que la gota no colmó el vaso: tu paciencia.
He querido negarme la paz que me dabas por pura negligencia, y tantas veces me he repetido que me dañaba que terminó por hacerlo. La verdad es que hoy soy consciente de que era tan simple como el miedo abrumador a no poder devolvértela. El que me hizo ser precipitada e incoherente sin ni siquiera dejarme tiempo para darme cuenta de que mi locura favorita residía en tus labios.
La desidia me consumió de tal manera que sentí pánico por que te embarcara. Aún así, me he permitido el lujo de irme de rositas después de vaciar mi revólver en tu pecho. Incluso he tenido la cara de llorar porque nunca te molestaste en conocer las siete diferencias que escondía.
Después de leer todo lo que te escribí me he dado cuenta de que sigo siendo la misma ciega de siempre y, sin embargo, no me importaría pasar una semana más entre tus piernas. Aunque todavía no tenga ni puta idea de tu mundo.
He sentido que perdía el mayor trofeo el día que tuvieron que ayudarme a arrancarte de mí, porque precisamente el último vuelo fue el único que no perdí por ti. Pero hasta ese momento no decidiste que era una buena idea salir corriendo detrás para que no me marchara.