Te pido por favor, Alicia, que no me mientas nunca.
A veces me pregunto que quién coño va a creerme,
qué concepto tendrán los otros de complicidad,
cómo es posible que una lluvia tan tenue me ahogue en el charco de la inmadurez,
qué se ve desde fuera.
A veces quiero pensar que ser raros
es un privilegio: saber captar en otro
el don de la excepcionalidad.
Aunque no puedan reconocerse desde un punto de vista distinto.
Por eso desde que la suerte me permitió reconocerte
ha aumentado mis desinterés en todo,
creciendo las ganas de reencuentros y encontrarte.
Estoy hablando de res y recuerdos indelebles,
es que nadie más se refleja en la luna.
Todo por la melancolía de lo que no voy a recuperar nunca.
Puedo perfectamente fingir cergarme
ante el odio patente en tus ataques gratuitos.
Por eso sé que admiras mi espontaneidad,
aunque jamás me lo hayas admitido.
Y que no soy tan tonta como aparento.
A veces me gusta jugar mis propios sentimientos
porque me divierte sentirme traficante.
A pesar de que luego me sumerja en ríos de llanto, porque así no me siento yo.
Hace mucho que no me siento
ni a mí ni yo.
A veces escucho rugidos de dolor
provocados por náuseas
que no solo me arrancan las uñas
sino las ganas de vivir,
cuando llamar a algo vida
es otra forma de llamarlo complicado.
A veces te niego y después me arrepiento,
a veces te niego y me siento orgullosa.
Como si te estuviera traicionando.
Pero no puedes mentir
a quien tiene el poder de leer tu mente.
A veces vi surgir chispas de colores
pero nunca olieron a esperanza;
a veces parecían vestigios de fe inmóviles
que no descansarían en cualquier tumba.
A veces me imagino un punto del futuro
en el que te hubieras dado cuenta
de que tu defensa es algo que precisamente
no necesito,
sino un sitio en el que veas lo contrario.
Dime, Alicia, ¿por qué has venido tan tarde?
Nadie más entiende y comparte la desolación como preferencia.
Por muy bonito que parezca aprender a volar.
Porque nos fue imposible negarla.
Cuentista
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